Foto Arch.: El Litoral | |
Hoy hablar de la catástrofe hídrica todavía es sinónimo de nudos en las gargantas y lágrimas en los ojos. El reclamo de justicia sigue vigente. Pero también la certeza de que trabajar en comunidad fue clave para superar la tragedia.
Ayer se cumplen 9 años del ingreso del río Salado a la ciudad. No es un día más. La tristeza se siente, se percibe, se palpa, se ve. Los rostros de la gente hablan por sí mismos en los más de 40 barrios que fueron afectados y también en los que no, porque en ellos residen los miles de voluntarios que durante semanas enteras brindaron su tiempo para hacer lo que fuese necesario sin esperar nada a cambio.
Tras aquel fatídico 29 de abril, El Litoral volvió a las zonas arrasadas por el agua. Hablar de la inundación de 2003 duele, y ello, dicen, “porque es una herida que aún no cicatriza, que sigue abierta y sangra”. Personas que se permitieron llorar, otras que no pudieron hablar porque se les hizo un nudo en la garganta y otras que prefirieron encerrarse en habitaciones para no hablar en primera persona de un hecho que “está latente y hace doler el corazón” fueron el denominador común. No hay duda: pese al tiempo transcurrido la catástrofe hídrica sigue presente. Es como si hubiese sido ayer que el Salado barrió con muebles, juguetes, recuerdos; arruinó fotos; destruyó libros y documentos de identidad. Fue uno de los peores desastres que recuerde Santa Fe.
En esos mismos barrios trabajó muchísima gente para ayudar a los damnificados. Entre ellos, profesionales vinculados con la salud mental, que desde el inicio de la emergencia trataron de acompañar y contener a la gente. Casi una década después El Litoral dialogó con algunos de ellos, que hoy aún trabajan en centros de salud barriales. Mara Moriondo, Alejandro Banchiesi, Analía Coitihno, Melisa Pianetti (hoy directora de Salud Mental) y Mariana Belotti compartieron impresiones. La síntesis: hay una sensación de vulnerabilidad que persiste entre la gente que sufrió el embate del Salado. Y también que muchas instancias cotidianas que reactualizan lo ocurrido. “Hubo indudablemente una marca, un impacto colectivo. Es una parte de la historia de la ciudad y alrededores hay momentos en que eso se reactualiza”, reflexionaron.
Pero, aún en la certeza de que la “tramitación” es particular e individual y depende de cada persona y familia, rescataron la fuerza de lo colectivo. “El abordaje comunitario posibilita identificar como conflictos situaciones de sufrimiento mudo u oculto, por eso hablamos de salud como construcción comunitaria. Encontramos gente que puso en juego recursos que le permitieron trascender esa situación, con el armado de lazos o en determinados espacios”, explicaron.
Un ejemplo: el trabajo colectivo (con articulación y potenciación de recursos comunitarios, estatales e intersectoriales) de organización en los barrios para estar prevenidos ante una emergencia. “Lo que no hubo en 2003 fue anticipación. Por eso irrumpe de manera muy abrupta. Al organizarse, la persona, se predispone y prepara”, explican. Otro, el hecho de que quienes no pudieron volver a casa y debieron montar sus hogares en asentamientos asumieron el desafío de armar nuevos lazos comunitarios.
Asimismo recordaron que el fenómeno de 2003 fue también la oportunidad en que permitió que trabajadores del área se empiecen a integrar a los equipos de trabajo en centros de salud barriales. Si bien el primer acercamiento de los psicólogos fue en los centros de evacuados en la emergencia y hubo un acompañamiento posterior de 3 meses, la incorporación formal fue en mayo de 2004, a un año de la inundación.
“En nuestro barrios hay fe”
La fe y la solidaridad fueron y son claves al evocar aquel abril de 2003. Así lo sostiene el padre Axel Arguinchona quien cuando habla al respecto lo hace en primera persona: estaba en Santa Rosa de Lima y vivió de cerca el drama. 9 años después sostiene que en los barrios todavía es vívida la imagen de esas horas aciagas. “Quedan marcas en las paredes, en algunas casas aflora aún la humedad. Hay personas que han perdido familiares y otras que quedaron con problemas físicos”, relata.
Algunos recuerdos del sacerdote son de impotencia y dolor, pero otros de fe y compañerismo. El avance del agua, el frío y la llovizna del 29 de abril y el regreso a casa a unos barrios silenciosos y desolados. Pero también el de las cadenas humanas para escapar del agua. El de esa persona que, mientras era rescatada, agradecía haber salvado la foto de la Primera Comunión del hijo. O esas otras que le pedían, en los centros de evacuados, la bendición.
“Los que somos inundados jamás nos vamos a olvidar”, afirma Axel. Pero imprime un viso esperanzador: “En nuestros barrios hay fe. Saber que con Dios y la solidaridad podemos salir adelante nos ayudó a recuperarnos”.
Para reafirmar su mensaje, elige evocar un hecho que ocurrió cuando regresaron a la parroquia de Santa Rosa de Lima, cuando el Salado dio una tregua. En la iglesia, el agua había entrado y destrozado bancos, paredes y vidrios. Pero había cinco imágenes (entre ellas las de Santa Rosa, el Sagrado Corazón y la Virgen) que a pesar de todo no se movieron.
“Lo vimos como un signo. La inundación fue un sufrimiento muy grande, pero tenemos otros todos los días. Y sabemos que en comunidad, desde la fe y en solidaridad, podemos salir adelante”, sentenció
Por Mónica Ritacca - Juan Ignacio Novak
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